Se registra en el griego anĭmal entendiendo el alma y la capacidad de respirar implicando vida, sobre el adjetivo anĭmālis, señalando que tiene vida, asociándose a anima, por alma o aliento, con raíz en el indoeuropeo *ane-, por aspirar.

De este modo, se pueden observar configuraciones como animado (formado por los elementos del latín anima, por respirar, y -ado, como agente de acción y efecto) e inanimado (visible en el latín tardío inanimātus, determinando la negación por el prefijo in-).

La antigua Grecia, con sus mitos, dioses y héroes, también otorgó un papel destacado a los animales, tanto en la vida cotidiana como en el ámbito simbólico. Estos seres no solo eran esenciales como herramientas de trabajo, medios de transporte o armas de guerra, sino que también ocupaban un lugar profundamente cultural en la cosmogonía helénica.

A través de las épicas homéricas, nos encontramos con majestuosas representaciones de animales, como los caballos que tiraban de los carros de guerra o los bueyes que simbolizaban el fin de un día laborioso. Además, divinidades como Apolo y Zeus mantenían lazos profundos con distintas criaturas, reflejando sus características y poderes divinos.

La literatura helénica también exploró la relación entre humanos y animales. Las idílicas representaciones de pastores, como las que Teócrito presentaba, así como las complejas transformaciones mitológicas, como la de Acteón en ciervo o la metamorfosis de los compañeros de Odiseo a manos de Circe, nos muestran una Grecia fascinada y a la vez temerosa de la naturaleza salvaje.

No podemos olvidar tampoco la significativa presencia de criaturas híbridas, como centauros y sátiros, que desafiaban las fronteras entre humanidad y animalidad, sirviendo como representaciones de la tensión entre civilización y barbarie.

En el tejido de esta rica tradición cultural, la sociedad helénica empleaba a los animales no solo como símbolos y herramientas, sino también como espejos de su propia identidad, reflejando sus virtudes, vicios y aspiraciones.